Y entonces me
descubrí mirándome. Allí estaba yo, en pie,justo enfrente del espejo donde te
imaginaba.
Entonces, tus
formas tenían el sentido perfecto, al compás que marcaba el movimiento de los
velos que cubrían las ventanas. Como parte de un plan astutamente preparado, te
imaginaba siempre con la cantidad justa de luz, la suficiente como para que yo,
cualquier director de fotografía, pudiese componer el resto.
Me descubrí
mirándome y puse el empeño suficiente para descubrirme al detalle. Durante unos
minutos centré toda mi atención en mis ojos, grandes, de tonos melosos, y fue entonces
cuando por primera vez te descubrí en mí.
Allí estabas
tú, en cada movimiento, en cada parpadeo. Sorprendido, decidí continuar con la
“auto-exploración” y en cada uno de los pasajes de mi cuerpo pude descubrirte,
en algunos más escondidos
que en otros, pero en casi todos estabas bien presente.
¿Por qué
estaba sucediendo?
¿Por qué
prácticamente tú y yo formábamos un sólo elemento? ¿un solo ser?
Quizás te
había idealizado tanto que “de a poquito” me fui componiendo contigo hasta
descubrir que yo estaba completamente hecho de pedacitos de tí.
(Fragmento
extraído del cuento “La ciudad de los sueños”
escrito por Antonio Orozco)
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